viernes, 17 de octubre de 2014

PORQUÉ NO COMÉS ME DECÍA LA VIEJA

Porqué no comés me decía la vieja. En lugar de contestarle miraba la mesada, y hacia donde terminaba la cocina. Ahí la alacena que colgaba de la pared tenía un esquinero, debajo de éste y detrás de la licuadora, que hacía tiempo no se usaba, estaba el paquete de la yerba y la horma de queso, que yo había comenzado a comer con pan y unos mates a la mañana temprano, y había seguido picando a escondidas durante toda la mañana. Qué iba a comer si el regusto al pategrás en la boca no se había ido y el paladar se mantenía pastoso, mientras la panza se encontraba tirante y satisfecha. Entonces me sentaba a la mesa y miraba el plato que mamá me había servido con ñoquis, agarraba el tenedor, separaba algunos que aislaba del resto, jugaba un poco con tres o cuatro de ellos, pinchaba uno y me lo llevaba a la boca. Todo esto ocurría bajo la mirada de mamá, porque ella no comía, o no solía comer luego de servirme. Era una costumbre que yo le conocía bien cuando en los almuerzos o en las cenas le servía a mi viejo. Ella ponía la mesa, traía las fuentes y la bebida, luego el pan y las servilletas que su mamá había bordado, y le servía primero a papá y luego a mí, luego nos miraba. Dedicaba su atención a nuestros gestos manteniendo silencio, quizás anduviera buscando en nuestras caras los momentos en los que reflejáramos algún rastro de que nos gustaba la comida, un agradecimiento, el qué bueno está, el pedir un poco más, un guiño, que papá rara vez hacía y yo, aunque percibía su espera, no me animaba a realizar, aguardando que, el hombre de la casa, mi padre, hiciera o dijera algo, porque era lo que correspondía, aunque algunas veces lo que correspondía no fuera lo que era.


Ahora, su atención desde que Alberto  había muerto, era toda para mí. El queso, decía mamá, no le pusiste queso de rayar. Entonces, se levantaba, iba hasta la heladera, y traía el sobre plástico con el queso rayado que casi siempre estaba abierto, y algunas veces se encontraba vacío, porque yo, que era el único desde que papá murió que comía queso en la casa, me daba fiaca tirarlo y, como con el agua del botellón, ocurría que se vaciaba, pero no hacía el recambio de éste o proveía el sobre plástico nuevo, hasta que como en estos casos en que, mamá se ponía de pie y volvía desde la heladera y me decía Ricardito casi no hay, me daba pena, entonces le decía que luego, que en la tardecita iría al almacén y ella, entonces se sentaba un poco conforme y otro poco insatisfecha porque, los ñoquis ya se habían enfriado, y no había queso de rayar suficiente para que yo les pusiera.